
La primera biblioteca que recuerdo fue la de mi padre. Sin duda mi memoria la agranda, pero desde mi perspectiva de niño era enorme. En ella descubrí a edad muy temprana a autores que no se consideran "para niños": Víctor Hugo, Eliseo Reclus, un precoz acercamiento a Kropotkin ("La ayuda mutua"). La primera vez que lloré con un libro fue con uno de Hugo, "El noventa y tres", y la impresión fue tan duradera que aún lo recuerdo, tantas décadas más tarde. Pero sin duda lo que más me gustaba era una colección de once tomos llamada "El mundo pintoresco", donde se recorría el mundo entero, mostrando gentes y lugares... esos textos y fotografías despertaron un afán de maravillas y aventuras que no han desaparecido. Lo más curioso es que esos libros eran de los primeros años '50, y yo los hojeaba con asombro y deleite en los '70, tomando aquel mundo desvanecido como el real.
Luego mi nunca desmentida vocación de ratón de biblioteca me llevó a formar la mía propia... variopinta y caótica como su dueño. Y aquí mi destino entronca con Adso: cambio de país y de continente. La dolorosa elección de los libros esenciales que me acompañarían en la singladura, la tristeza de dejar atrás a la inmensa mayoría. Y con el tiempo, como el joven benedictino, en cierta forma he ido recomponiendo aquella biblioteca perdida. Hoy tengo más intereses si cabe, la física o la ciencia forense se han abierto paso entre las viejas pasiones de la II guerra mundial, la astronomía o la literatura fantástica. Pero cuando en alguna librería veo alguno de mis libros perdidos, no suelo dudar. Quizá, como dice Borges, sea como los niños, que prefieren la repetición a la novedad. O sólo nostalgia, o un vano intento de hacer girar hacia atrás la rueda del tiempo.