Cualquiera que lea las cosas que
perpetro se dará cuenta de mi inmensa deuda con el bibliotecario ciego de mi
tierra. Pocos autores conozco que posean una intertextualidad más erudita y
asombrosa, a veces, para la cabal comprensión de un cuento o un poema borgianos
hay que remitirse a fuentes que remiten a otras… por ejemplo el poema
“Brunanburh” es conmovedor, simplemente; en cambio si lo lees en el contexto de
la “Oda de Brunanburh” del siglo V y tienes cierta noción de las kenningar, cobra inmediatamente una
dimensión más profunda que lo conecta con la literatura anglosajona medieval e
incluso la poesía escáldica escandinava. Pero no es acerca de su técnica o su vasta
erudición sobre lo que quiero garrapatear esto, sino sus dos grandes períodos
literarios. Si alguien lee esto, pido disculpas de antemano por los errores,
estoy improvisando y fiándome –craso error- de mi poco fiable memoria.
Don Jorge Luis, como sabemos,
tiene al menos tres facetas literarias: la poesía, el cuento breve por el que
se hizo famoso, esas sucintas joyas de orfebrería literaria, y quizá la menos
divulgada, el ensayo, donde despliega de manera anonadante su saber enciclopédico.
Dejando de lado esta última, poliédrica y multifacética, que lo mismo nos
informa sobre un poema de Coleridge que del concepto de la deidad en Pascal, su
obra literaria, en verso y prosa, en mi humilde opinión consta de dos grandes
períodos, quizá tres.
En su espléndido poema “El otro”,
el mismo Borges nos informa que trató de pasar de las mitologías del arrabal a
los juegos con el tiempo y el espacio. En efecto, la primera parte de su
producción literaria se ve dominada por cuatro grandes temas: Buenos Aires, la
figura del compadrito, el orillero y en menor medida el gaucho. Para quien no
sea rioplatense, dichas figuras pueden parecer similares, pero no lo son: sobre
el amor del Maestro a Buenos Aires poco hay que decir, basta con leer algunos
poemas, y quizá alcance con sólo uno: la “Fundación mítica de Buenos Aires”
(título que sufrió vaivenes, ya que en ciertas ediciones cambió “mítica” por
“mitológica”). En cambio el retrato de los tipos (o arquetipos) de sus
habitantes reviste cierta complejidad.
En mor de la brevedad, se podría
decir que el compadrito es una figura a veces caricaturesca: se refiere a
hombres que frecuentaban los bajos fondos, muchas veces cafishios (chulos) que prestaban en ocasiones el servicio de su
puñal a los políticos de poca monta que “arreglaban” las elecciones quitando de
en medio a algún adversario molesto. Su sombrero, pañuelo blanco y traje negro
entallado lo convierten inmediatamente en reconocible, y su figura está
indisolublemente ligada a dos iconos de Buenos Aires: el tango y el lunfardo.
La apoteosis de esta etapa es el cuento, casi incomprensible por el uso del
lenguaje orillero más rebuscado, “Hombre de la esquina rosada”, donde se funden
en cierta manera la figura del compadrito y el orillero. Don Jorge en su
primera época los admiraba, llegó a escribir que su sueño imposible era morir
peleando, en un duelo a cuchillo, en una esquina suburbial.
Grupo de compadritos |
La ciudad de Buenos Aires, su
geografía, definió quizá el tipo humano que la poblaba. Cuando la ciudad se
desangraba hacia los arrabales y comenzaba “el campo”, la avanzadilla de la
inmensa llanura de la pampa, había una zona imprecisa, llamada en aquella época
“las orillas”, un curioso símbolo marinero, como si el desaforado llano fuera
el mar, y las últimas casas fueran su orilla. Los habitaba gente dura,
magníficamente retratada en el cuento “La intrusa”; muchos de ellos
descendientes de los antiguos criollos y otros de la primera ola de
inmigrantes, mucho antes de la avalancha que se produciría por los nefastos
acontecimientos en Europa tiempo después. El orillero, a diferencia del
compadrito, se afanaba más bien en tareas campestres, podríamos decir que es una
versión sedentaria del gaucho. Y como gente de coraje, Borges los admiraba,
aunque seguramente no podría haber intercambiado más de tres palabras con
ellos, gente de pocas palabras y generalmente analfabeta o casi. En uno y otro
caso –compadrito y orillero- encontramos la obsesión de Borges por el culto a
la valentía, que lo llevó a cometer errores nefastos como idolatrar a los
militares argentinos, muy valientes a la hora de masacrar a su propio pueblo
desarmado, pero que en la única guerra que libraron salieron por piernas.
Poco hay que decir que no se sepa
ya del gaucho o de su imagen literaria: su ocupación principal era arrear el
ganado desde la pampa hacia Buenos Aires (una suerte de cowboy sin pistolas),
muchas veces criollos con algo de sangre indígena. Es una pena que las obras
que los retratan, (las más célebres “El gaucho Martín Fierro” y “Don Segundo Sombra”) los muestren de manera estereotipada, cuando no apuntando hacia el
ditirambo: lo que leemos no nos informa en realidad sobre la figura del gaucho,
sino más bien de lo que los literatos porteños pensaban que era un gaucho –de manera
análoga Salammbô nos retrata mucho
mejor al París de los decadentes que a Cartago. Pero en mi opinión esta figura
queda eclipsada por las otras dos, a pesar de que hay cuentos en los que el
gaucho es el protagonista, casi invariablemente con alusiones al libro canónico
ya mencionado, el Martín Fierro.
Pero finalmente Borges se cansó
de compadritos y puñaladas, y con los años, al ampliarse aún más su erudición,
empezó a tocar temas metafísicos y a jugar con paradojas y símbolos, alcanzando
su cénit literario –con considerable alivio por parte de su madre, tan paralela
en muchos sentidos a la de Lovecraft (al fin te pusiste a escribir cosas
serias, no esas guarangadas de compadritos, le espetó). Desaparecieron los
rufianes, y en cambio nos habla de un libro y una biblioteca infinitos, de
encuentros consigo mismo en un bucle temporal, juega con Homero y la
inmortalidad, nos revela el inconcebible Aleph, donde pueden verse
simultáneamente todos los puntos del Universo… aquí, en esta época, se unen en
feliz maridaje su increíble erudición y su imaginación desbordante,
regalándonos cuentos y ensayos que hay que paladear, y releer, y nos deja
pistas y signos para que, si rebuscamos un poco, encontremos más de un sentido
a lo escrito.
En fin, poco diré de sus años
crepusculares. Aparecen textos y poemas teñidos de melancolía –Borges jugaba
con la idea de dios, pero no estoy nada convencido que fuera creyente en nada
sobrenatural- ya que presentía que pronto la negrura final se apoderaría de él,
tal como la ceguera lo hiciera tantos años antes. Poemas que hablan de cosas
que pudieron ser y no fueron o sentimientos de no estar a la altura de sus
antepasados aparecen con relativa frecuencia, pero no demasiado. Tenía
demasiada dignidad como para ser un plañidero.
Y para terminar este infumable,
una palabra sobre el Borges político. Parece que no tuviera nada que ver con lo
literario, pero indirectamente lo tiene.
El joven Jorge era comunista, luego pasó a ser una especie de liberal de
derechas y terminó sus días definiéndose como anarquista spenceriano. Lo que
siempre fue sin duda es un acérrimo antiperonista, de ahí que muchísimos
argentinos lo odien a muerte por “gorila” (término que los peronistas aplican a
quienes no lo son, y que retrata más a quien lo utiliza que al presunto
insultado). He podido comprobar personalmente que muchos de los que lo detestan
jamás leyeron ni una línea suya, y así una idea política ha privado a muchos del
goce de su literatura. Pero esto son minucias, quien quiera perder el placer de
su obra que lo haga, faltaría más. Pero al menos yo, que entiendo que los
escarceos de Borges con la política son un mero juego de malabares, como con la
religión, seguiré disfrutando de sus espléndidas maravillas.