
Luego vino el instituto. La cosa podría haber mejorado (de hecho mejoró), pero en mi cerebro repleto de toda clase de neurotransmisores en conflicto, por no hablar de las hormonas, los poetas del Siglo de Oro no hicieron demasiada mella. Y luego, de repente, porque sí... mi cabeza le dio al interruptor. Fue brutal, una revelación. Descubrí la poesía macabra de Poe y Lovecraft, lóbregas pompas de la aniquilación y el caos (Borges dixit, aunque hablando de Quevedo), la primera poesía amorosa que no era un pastel de crema (el gran Neruda, claro), la poesía política de la mano de Benedetti, Machado, Hernández; el mencionado Quevedo, tan feroz y burlón, las obras místico-psicóticas de Blake, el mismísimo Borges, el "Canto de Zarathustra" del chiflado teutón, la gran Alfonsina... tantos y tantos, tantas horas dedicadas a descubrir ese mundo nuevo.
A estas alturas, obviamente la poesía es algo firmemente establecido en mi paisaje mental. Como (casi) todos, alguna vez traté de componer alguna cosa en verso blanco o en prosa poética, pero naturalmente los resultados son... bueno, son lo que son. Escribes una oda a tu amada, luego pillas cualquier cosa de Benedetti o Neruda y piensas... fuck, podría haber dicho esto mismo sin tantos floripondios y ahorrándole al erario un montón de adjetivos. Pero bueno, ahí quedan, en un cajón o en alguna parte del disco duro, juntando polvo. Y alguna vez los relees y una involuntaria sonrisa te ilumina. Y piensas... éramos tan jóvenes...