Amanecía
tranquilo ese día en Sarajevo. Como por arte de magia no se oían disparos ni
cañonazos, hasta Sniper Avenue estaba tranquila. Algunos fantasmas furtivos
comenzaron la liturgia destinada a verificar si estaban activos los
snaiperisti, los francotiradores bosnios: asomaban cascos, cabezas de maniquíes
ensartados en un palo, a ver si recibían el pepinazo. Pero hoy no, todo estaba
tranquilo. Demasiado tranquilo, hubiera dicho el cabrón de John Wayne.
Lentamente, de manera furtiva, figuras como fantasmas comenzaron a surgir de
las sombras de los edificios desconchados por las balas y la metralla. Iban en
busca de agua, de pan, de algún lujo inconcebible como una lata de sardinas o
una vela. Desaparecida la Federación Yugoslava, pagaban con lo que tenían a
mano: anillos, pulseras, como en los tiempos de los nazis y los ustachi, a
veces con sus propios cuerpos, como era el caso de Lijliana. Era joven,
maravillosamente joven, delgada (aunque todo el mundo andaba delgado en
Sarajevo por los años ’90), pelirroja de unos profundos, increíbles ojos
azules. Era un oxímoron verla moverse entre las ruinas, tan bella en sus ropas
raídas, con su falda roja, tan íntegra en esa ciudad destrozada que apestaba a
pólvora, humo y cadáveres en descomposición bajo las ruinas.
Hoy su objetivo
era pan, tenía dos hermanitos a los que no podía explicarles la política de la
Unión Europea ni de los neonazis croatas. (ellos, como ella, sólo sentían la
mordedura del hambre. No había lugar para la política). Cerca de la plaza divisó
su objetivo, unos soldados al parecer ganduleando. De todos modos, mataban el
tiempo con una bala en la recámara, el fusil sin seguro, y un ojo avizor...
ellos sabían que no había ningún alto el fuego oficial. En cuanto Lijliana
apareció en la plaza sonrieron complacidos, era la única nota de color y
belleza en la ciudad demolida, el único toque de ternura en sus breves y
brutales vidas, que diría Hobbes. Ella sonrió también, no les guardaba rencor
por tener que entregarles su cuerpo a cambio de pan... por lo demás, eran unos
críos, y muchos se la jugaban dándole raciones del ejército que ella no les
pedía, exponiéndose a un consejo de guerra, o a un limpio tiro en la nuca si el
oficial al mando tenía un mal día o simplemente era un hijoputa. Entablaron una
conversación acerca de lo insólito del día... a pesar del hedor, el aire estaba
limpio, y el cielo diáfano del amanecer prometía buen tiempo. Eso era malo,
dijo un hosco sargento, facilitaba el trabajo de los sanaiperisti. Lijliana
rió, con su voz cristalina... parece que se han quedado dormidos, dijo. Esos
perros nunca duermen dijo ásperamente el sargento, haciéndose el duro pero
derretido como un niño ante la cálida belleza de la joven. Cuatro soldados
querían sus servicios, no sin pudor y asco por aprovecharse de su situación.
Añadieron al pan que pidió Lijliana unos botes de sardinas y un tarro de leche
en polvo de la NATO, mientras el suboficial parecía súbitamente interesado en
un lejano edificio humeante. Lo harían en un coche despanzurrado, que albergaba
en su interior un colchón, saqueado de alguna casa destruída. Ella dejó vagar
su mente, pensaba en sus hermanitos que hoy al menos tendrían una comida
decente, al menos para los cánones de Sarajevo. Los chicos fueron considerados
con ella, no la trataron bruscamente ni se demoraron más de lo necesario. Ella,
al terminar, se sentó en el maletero abierto, dejando que el sol incipiente le
calentara las largas piernas.
Del
otro lado de la avenida, un snaiperisti se aburría. Escuchaba a U2 con una
oreja, mientras tenía la otra atenta a la radio. Hoy la ofensiva se había
retrasado debido a no se sabía que historias con la provisión de munición para
morteros. De repente la radio crepitó, y el bosnio apagó de mala gana el
walkman. Reportó su posición, y se dispuso a hacer su tarea. Maldita la gana
que le hacía, con ese día espléndido...pero por otra parte, con tan buen tiempo
habría largas colas para el pan y el agua, magníficos blancos para los morteros
y él mismo. Comenzó a recorrer la acera opuesta con la mira telescópica, y se
quedó de piedra... unas bellísimas piernas apenas cubiertas por una falda roja
asomaban, balanceándose, de la parte trasera de un coche destruído. ¿estaba
loca esa tía? Lentamente centró la mira en un muslo, sabiendo que la bala
explosiva arrancaría la pierna, y que cualquiera que anduviera cerca sin duda
acudiría a ayudarla. Quitó con parsimonia el seguro e hizo fuego. Tal como
había previsto, la pierna estalló en mil pedazos.
Lijliana
aulló de dolor, cayendo fuera del coche, sin poder pensar, sin sentir nada más
que el dolor lacerante. Los soldados la miraron incrédulos, y se precipitaron
hacia ella, a pesar de la orden que ladró el sargento...en cuanto la rodearon,
cuatro tiros en rápida sucesión los abatieron, mientras Lijliana rompía el frío aire con sus alaridos.
Finalmente, un último disparo en la cabeza puso fin a su agonía.
Del
otro lado el snaiperisti, apoyó el fusil, sacó su libretita, apuntó la hora y
un número: cinco. No estaba mal. No estaba mal para comenzar el día en
Sarajevo.
©Todos los derechos reservados
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Crédito de la imagen: Ron Haviv