Costumbres funerarias en la antigua Roma

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Lápida con la inscripción S·T·T·L·
Una de mis épocas favoritas es la Roma Imperial. El único tattoo que llevo, está inspirado en ella. Me chifla, y como el rito de paso, el del final de la vida, nos dice mucho acerca de un pueblo, veremos qué hacían los romanos con sus muertos.

El propósito de esta nota no es comentar los ritos funerarios de los grandes y poderosos, sino de un ciudadano común. Podía haber variantes de acuerdo a su posición económica, pero no muy sustanciales.
La importancia de un entierro decente estaba dada en principio por la visión del romano medio acerca de la otra vida: pensaban que el alma del difunto sólo descansaba y era feliz si era enterrada siguiendo los ritos adecuados. Hasta ese momento, vagaba cerca del lugar de su muerte, atrayendo la desdicha (si esta situación se prolongaba, corría el riesgo de transformarse en una larvæ, un espíritu maligno que atormentaba a quienes habían descuidado las ofrendas debidas).

La costumbre más antigua era la inhumación, incluso tras la amplia introducción de la cremación se conservaba un hueso, generalmente de un dedo, que era debidamente enterrado. De todos modos el enterramiento siempre fue una costumbre muy popular entre la plebe, ya que no todos podían costearse el precio de la leña para una cremación. Las leyes estipulaban que no se podían inhumar cadáveres dentro del pomerium, el recinto de la ciudad, por lo cual muchos pueblos de los alrededores e incluso las calzadas contaban con tumbas (la Vía Appia solía ser utilizada por familias ricas).
La tumba podía ser individual, familiar o de gran escala: en efecto, existían hermandades funerarias cooperativas. El ciudadano se asociaba, y mediante el pago de una modestísima cuota se aseguraba que a su muerte sus restos recibieran los honores y la sepultura debidos. Caso aparte es el vertedero de basuras del Esquilino: los cuerpos de ajusticiados, víctimas de la arena del circo o esclavos extranjeros eran arrojados allí junto con la basura y los cadáveres de animales, hasta que el Divino Augusto prohibió esta práctica y cerró el vertedero, convirtiéndolo en un parque público.

Veamos ahora la ceremonia. Para los niños pequeños se hacía todo con mucha simplicidad y tranquilidad: simplemente se los amortajaba y el pater familias entonaba las bendiciones correspondientes y ofrendaba a los Lares de la casa. En el caso de un adulto, se trataba de que el óbito tuviera lugar en su casa, rodeado de su familia que lo confortaba. Una vez acaecida la muerte, el hijo mayor realizaba la conclamatio: se inclinaba sobre el cadáver y lo llamaba por su nombre, con la esperanza de que volviera a la vida. Luego se cerraban los ojos, se lavaba el cadáver con agua y se lo ungía con aceite. Luego se lo vestía con la toga y se le colocaba en el lecho fúnebre en el atrio de la casa, con los pies hacia la puerta (aún hoy se dice que cuando no sobrevivirás a algo “te sacarán con los pies por delante”). El lecho se rodeaba de flores y se quemaba incienso, y a la puerta de la casa se colocaban ramas de pino o ciprés. En algunos casos se introducía una moneda en la boca para pagar a Caronte en su tránsito por la laguna Estigia, pero esta no era una costumbre tan común como las películas suelen dar a entender.

Finalmente, rodeado, de su familia, amigos y vecinos, el cuerpo era llevado a hombros, y un pregonero anunciaba:

Ollus Quiris leto datus.
Exsequias, quibus est commodum, ire iam tempus est. Ollus est
Aedibus effertur.
(Un ciudadano ha sido entregado a la muerte.
Para quien le interese, es ahora el momento de acompañar sus restos. Ahora será sacado de su casa.)

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Esta lápida tiene dibujada la casa del fallecido

El cortejo iba precedido por músicos, seguido por personas que entonaban cantos fúnebres elogiando al difunto. En familias nobles seguía una escena espectacular: las máscaras funerarias de cera de los antepasados eran sacados de la casa y portadas por actores vestidos al uso de la época de cada difunto. Era como si los antiguos antepasados volvieran a la tierra para guiar a su descendiente hasta su lugar entre ellos. Finalemente, el cadáver, seguido por los miembros de su familia, libertos, amigos y esclavos, todos de luto.

Llegados al lugar del sepelio, se consagraba el lugar de la inhumación y se cremaba el cadáver o se enterraba, según el caso. En caso de ser incinerado, se cubría el cuerpo con flores, especies, perfumes y regalos. Un pariente cercano encendía la pira y todos pedían por la felicidad del muerto. Se recogían las cenizas para introducirlas en una urna, excepto el dedo ya mencionado (os resectum), que era enterrado. Finalemente, todos los asistentes eran rociados con agua para purificarlos y era sacrificado un cerdo, que era consumido por los parientes. Hecho esto, volvían a casa donde hacían una ofrenda a los Lares y los ritos estaban terminados.

Luego era costumbre guardar los llamados “nueve días de dolor”, de luto riguroso, al término de los cuales se ofrecía al muerto el sacrificium novendiale. Era de buen tono mantener el luto unos diez meses para los parientes próximos. Finalmente, la memoria del difunto era recordada durante los días parentales (parentalia)  y en los aniversarios de su nacimiento o entierro; en estos casos se hacían ofrendas a los dioses y a los Manes del muerto. Se encendían lámparas en la tumba y los parientes realizaban allí una fiesta y ofrecían comida al difunto.

Así pues, vemos ya prefiguradas algunas costumbres que perviven aún hoy. Me conmueve especialmente la inscripción de las lápidas, Sit Tibi Terra Levis (Que la tierra te sea leve, abreviada S·T·T·L·)... el conmovedor deseo de que la tierra que cubre al difunto no lo oprima. Pueblo grande y noble el romano, a quien debemos casi toda la cultura de Occidente. Nunca me cansaré de aprender sobre ellos.

Fuente:  “La vida en la antigua Roma”, Harold W. Johnston