De biblias, prohibiciones, traducciones y un tipo peculiar



Es bien sabido que durante siglos estuvo prohibida la traducción de la Biblia. De hecho, el hacerla accesible al pueblo llano fue uno de los temas que esgrimió el protestantismo (su traducción había sido prohibida por el papa Paulo IV), y las traducciones fueron virulentamente prohibidas destacando en la ferocidad de la persecución a los traductores la España de los Reyes Católicos. Pero finalmente (y obviamente) las traducciones se hicieron.

Esto no tendría más chicha, si no fuera por un señor al que me presentó Borges (qué raro).  Siglos antes de que naciera Lutero, ese señor tan cuerdo que le arrojaba el tintero al demonio cuando le interrumpía trabajando, concretamente en el siglo IV, vivió el obispo Wulfila en el reino godo. Dominaba la lengua gótica, el latín y el griego. En el año 341 estuvo en Constantinopla, donde fue nombrado obispo, y regresó a su patria para convertir a los suyos.

El rey Atanarico, odinista convencido, montó un festival de órdago cortando cabezas a diestro y siniestro, y en el año 348 Wulfila se largó prudentemente con sus seguidores a la actual Bulgaria, donde vivieron pacíficamente en plan “La casa de la pradera”. Pero aquí es donde empieza el motivo de esta absurda nota: pasando olímpicamente de la tradición de Roma que ordenaba no traducir la biblia a lenguas vernáculas, la tradujo al visigodo. Y no contento con ello, en vez de usar meramente los caracteres latinos, inventó un alfabeto para escribirla: dieciocho letras griegas, cinco rúnicas, una latina, y una desconocida. A esta jerigonza se la conoció como escritura ulfilana.

Perviven grandes fragmentos de esta biblia, recogida en el En el Codex Argenteus, que se descubrió en Westfalia en el siglo XVI y que se encuentra actualmente en Uppsala. Así pues, sin hacer demasiado ruido, sin reformas ni contrarreformas, sin cismas y sin que casi nadie se enterara, los visigodos fueron el primer pueblo europeo con una biblia traducida. Ignoro la efectividad de la traducción de Wulfila en un pueblo de pastores seguramente analfabetos, y encima escrita en un abstruso alfabeto inventado. Pero a pesar de descreer de biblias y demás, me ha intrigado la historia de este hombre, perdido en unas montañas y acometiendo una tarea harto compleja, laboriosa, y muy probablemente inútil.

Fuente: Literaturas germánicas medievales, Jorge Luis Borges.

Unas líneas sobre Borges (demasiadas)



Cualquiera que lea las cosas que perpetro se dará cuenta de mi inmensa deuda con el bibliotecario ciego de mi tierra. Pocos autores conozco que posean una intertextualidad más erudita y asombrosa, a veces, para la cabal comprensión de un cuento o un poema borgianos hay que remitirse a fuentes que remiten a otras… por ejemplo el poema “Brunanburh” es conmovedor, simplemente; en cambio si lo lees en el contexto de la “Oda de Brunanburh” del siglo V y tienes cierta noción de las kenningar, cobra inmediatamente una dimensión más profunda que lo conecta con la literatura anglosajona medieval e incluso la poesía escáldica escandinava. Pero no es acerca de su técnica o su vasta erudición sobre lo que quiero garrapatear esto, sino sus dos grandes períodos literarios. Si alguien lee esto, pido disculpas de antemano por los errores, estoy improvisando y fiándome –craso error- de mi poco fiable memoria.

Don Jorge Luis, como sabemos, tiene al menos tres facetas literarias: la poesía, el cuento breve por el que se hizo famoso, esas sucintas joyas de orfebrería literaria, y quizá la menos divulgada, el ensayo, donde despliega de manera anonadante su saber enciclopédico. Dejando de lado esta última, poliédrica y multifacética, que lo mismo nos informa sobre un poema de Coleridge que del concepto de la deidad en Pascal, su obra literaria, en verso y prosa, en mi humilde opinión consta de dos grandes períodos, quizá tres.

En su espléndido poema “El otro”, el mismo Borges nos informa que trató de pasar de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y el espacio. En efecto, la primera parte de su producción literaria se ve dominada por cuatro grandes temas: Buenos Aires, la figura del compadrito, el orillero y en menor medida el gaucho. Para quien no sea rioplatense, dichas figuras pueden parecer similares, pero no lo son: sobre el amor del Maestro a Buenos Aires poco hay que decir, basta con leer algunos poemas, y quizá alcance con sólo uno: la “Fundación mítica de Buenos Aires” (título que sufrió vaivenes, ya que en ciertas ediciones cambió “mítica” por “mitológica”). En cambio el retrato de los tipos (o arquetipos) de sus habitantes reviste cierta complejidad.

En mor de la brevedad, se podría decir que el compadrito es una figura a veces caricaturesca: se refiere a hombres que frecuentaban los bajos fondos, muchas veces cafishios (chulos) que prestaban en ocasiones el servicio de su puñal a los políticos de poca monta que “arreglaban” las elecciones quitando de en medio a algún adversario molesto. Su sombrero, pañuelo blanco y traje negro entallado lo convierten inmediatamente en reconocible, y su figura está indisolublemente ligada a dos iconos de Buenos Aires: el tango y el lunfardo. La apoteosis de esta etapa es el cuento, casi incomprensible por el uso del lenguaje orillero más rebuscado, “Hombre de la esquina rosada”, donde se funden en cierta manera la figura del compadrito y el orillero. Don Jorge en su primera época los admiraba, llegó a escribir que su sueño imposible era morir peleando, en un duelo a cuchillo, en una esquina suburbial.

Grupo de compadritos
La ciudad de Buenos Aires, su geografía, definió quizá el tipo humano que la poblaba. Cuando la ciudad se desangraba hacia los arrabales y comenzaba “el campo”, la avanzadilla de la inmensa llanura de la pampa, había una zona imprecisa, llamada en aquella época “las orillas”, un curioso símbolo marinero, como si el desaforado llano fuera el mar, y las últimas casas fueran su orilla. Los habitaba gente dura, magníficamente retratada en el cuento “La intrusa”; muchos de ellos descendientes de los antiguos criollos y otros de la primera ola de inmigrantes, mucho antes de la avalancha que se produciría por los nefastos acontecimientos en Europa tiempo después. El orillero, a diferencia del compadrito, se afanaba más bien en tareas campestres, podríamos decir que es una versión sedentaria del gaucho. Y como gente de coraje, Borges los admiraba, aunque seguramente no podría haber intercambiado más de tres palabras con ellos, gente de pocas palabras y generalmente analfabeta o casi. En uno y otro caso –compadrito y orillero- encontramos la obsesión de Borges por el culto a la valentía, que lo llevó a cometer errores nefastos como idolatrar a los militares argentinos, muy valientes a la hora de masacrar a su propio pueblo desarmado, pero que en la única guerra que libraron salieron por piernas.

Poco hay que decir que no se sepa ya del gaucho o de su imagen literaria: su ocupación principal era arrear el ganado desde la pampa hacia Buenos Aires (una suerte de cowboy sin pistolas), muchas veces criollos con algo de sangre indígena. Es una pena que las obras que los retratan, (las más célebres “El gaucho Martín Fierro” y “Don Segundo Sombra”) los muestren de manera estereotipada, cuando no apuntando hacia el ditirambo: lo que leemos no nos informa en realidad sobre la figura del gaucho, sino más bien de lo que los literatos porteños pensaban que era un gaucho –de manera análoga Salammbô nos retrata mucho mejor al París de los decadentes que a Cartago. Pero en mi opinión esta figura queda eclipsada por las otras dos, a pesar de que hay cuentos en los que el gaucho es el protagonista, casi invariablemente con alusiones al libro canónico ya mencionado, el Martín Fierro.

Pero finalmente Borges se cansó de compadritos y puñaladas, y con los años, al ampliarse aún más su erudición, empezó a tocar temas metafísicos y a jugar con paradojas y símbolos, alcanzando su cénit literario –con considerable alivio por parte de su madre, tan paralela en muchos sentidos a la de Lovecraft (al fin te pusiste a escribir cosas serias, no esas guarangadas de compadritos, le espetó). Desaparecieron los rufianes, y en cambio nos habla de un libro y una biblioteca infinitos, de encuentros consigo mismo en un bucle temporal, juega con Homero y la inmortalidad, nos revela el inconcebible Aleph, donde pueden verse simultáneamente todos los puntos del Universo… aquí, en esta época, se unen en feliz maridaje su increíble erudición y su imaginación desbordante, regalándonos cuentos y ensayos que hay que paladear, y releer, y nos deja pistas y signos para que, si rebuscamos un poco, encontremos más de un sentido a lo escrito.

En fin, poco diré de sus años crepusculares. Aparecen textos y poemas teñidos de melancolía –Borges jugaba con la idea de dios, pero no estoy nada convencido que fuera creyente en nada sobrenatural- ya que presentía que pronto la negrura final se apoderaría de él, tal como la ceguera lo hiciera tantos años antes. Poemas que hablan de cosas que pudieron ser y no fueron o sentimientos de no estar a la altura de sus antepasados aparecen con relativa frecuencia, pero no demasiado. Tenía demasiada dignidad como para ser un plañidero.

Y para terminar este infumable, una palabra sobre el Borges político. Parece que no tuviera nada que ver con lo literario, pero indirectamente lo tiene.  El joven Jorge era comunista, luego pasó a ser una especie de liberal de derechas y terminó sus días definiéndose como anarquista spenceriano. Lo que siempre fue sin duda es un acérrimo antiperonista, de ahí que muchísimos argentinos lo odien a muerte por “gorila” (término que los peronistas aplican a quienes no lo son, y que retrata más a quien lo utiliza que al presunto insultado). He podido comprobar personalmente que muchos de los que lo detestan jamás leyeron ni una línea suya, y así una idea política ha privado a muchos del goce de su literatura. Pero esto son minucias, quien quiera perder el placer de su obra que lo haga, faltaría más. Pero al menos yo, que entiendo que los escarceos de Borges con la política son un mero juego de malabares, como con la religión, seguiré disfrutando de sus espléndidas maravillas.

Análisis sociológico-disparatado de la ruta del colesterol



Lo único bueno de tener que salir a caminar por prescripción médica es apreciar el variado ecosistema que puebla la ruta del colesterol. He aquí unos ejemplos:

El gordito: Gente como yo, a la que el médico sugirió caminar, o que quiere perder kilos. Suele reconocérsenos, además de por la silueta que recuerda la popa del Titanic, por el andar pachorriento, mirando las flores y en babia. Nunca caminan a la velocidad que les han aconsejado para que la caminata sea de algún provecho. MP3 obligatorio.

La morsa galopante: Es el caso contrario al anterior: unos no llegan y otros se pasan. La morsa hace caso omiso a lo que le dijo su médico acerca de no maltratar sus rodillas, y hace temblar la tierra con el golpeteo rítmico de 150 kilos contra el suelo. Imagino que cuando llegan a casa rojos, sudorosos y jadeantes, caerán en la cama o el sofá a comerse unos buenos dulces para reponerse del bajón de glucosa, volviendo a ganar las calorías que quemaron.

Geriatric Man: El típico jubiletas que va a su bola, con bastón o sin él. Suelen ser amables y los únicos que saludan al cruzarse contigo. En pandilla son terroríficos: ocupan todo el ancho del camino sin consideración alguna por los demás y exasperan a los superdeportistas. Cada vez hay menos, pero entre ellos hay una verdadera rara avis: el que sale a caminar sin la radio y un pinganillo. Cuando un geriatric man se transforma en morsa galopante, puedes tener que hacer un uso inesperado de tus conocimientos de reanimación cardiopulmonar.

El superdeportista: Enfundados en lycra negro (esta ropa es obligatoria: se sabe de superdeportistas que han sido lapidados por salir a correr en chándal), éstos pasan a tu lado como una exhalación, haciendo gala de su poderío. Ellos suelen llevar camisetas hiperajustadas para marcar torso y ellas top para que se vean los abdominales duros. Un adminículo electrónico carísimo es indispensable, con contador de calorías, de pasos, de zancadas, de ritmo cardíaco, previsión meteorológica, últimas noticias, pararrayos y expendedor de café solo y con leche. Eso sí, siempre la cabeza al aire, aunque caiga un sol de justicia: la gorra no es fashion.

El ciclista: estos hijos de Induráin no se conforman con molestar en la carretera, donde se saltan las leyes de tráfico y actúan como si estuvieran en el Tour de Francia, disfraz incluído, sino que invaden también las rutas peatonales. Casco, maillot, lycra (¡cómo no!) artilugios diversos, casco, zapatillas especiales, depósito de agua... todo como para dar la vuelta a España, pero en realidad dan vueltas por la ruta, atropellando a la gente y molestando a los caminantes. Un encontronazo entre uno de éstos en plan hombre-bala y un grupo de geriatric-man puede ser letal y requerir la intervención de una UVI móvil o un helicóptero medicalizado.

Señoras que: En una combinación inverosímil de chándal, zapatos y gorrita con logo del súper, las señoras que suelen ir en corrillos. A veces los gorditos nos ponemos a zascandilear detrás de un grupito de éstos andando más despacio que de costumbre (lo que ya es decir), y sacamos más información que leyendo Wikileaks. Puede ser útil, en una de ésas aquella vecina maciza a la que echamos el ojo se divorció y uno no lo sabe.

Claro que hay más subtipos, y combinaciones posibles, pero no quiero abusar de la paciencia del desventurado lector. Al menos podrá divertirse adivinando categorías durante su próxima –y aburrida- caminata.

Mi ruta del colesterol


Sarajevo


Amanecía tranquilo ese día en Sarajevo. Como por arte de magia no se oían disparos ni cañonazos, hasta Sniper Avenue estaba tranquila. Algunos fantasmas furtivos comenzaron la liturgia destinada a verificar si estaban activos los snaiperisti, los francotiradores bosnios: asomaban cascos, cabezas de maniquíes ensartados en un palo, a ver si recibían el pepinazo. Pero hoy no, todo estaba tranquilo. Demasiado tranquilo, hubiera dicho el cabrón de John Wayne. Lentamente, de manera furtiva, figuras como fantasmas comenzaron a surgir de las sombras de los edificios desconchados por las balas y la metralla. Iban en busca de agua, de pan, de algún lujo inconcebible como una lata de sardinas o una vela. Desaparecida la Federación Yugoslava, pagaban con lo que tenían a mano: anillos, pulseras, como en los tiempos de los nazis y los ustachi, a veces con sus propios cuerpos, como era el caso de Lijliana. Era joven, maravillosamente joven, delgada (aunque todo el mundo andaba delgado en Sarajevo por los años ’90), pelirroja de unos profundos, increíbles ojos azules. Era un oxímoron verla moverse entre las ruinas, tan bella en sus ropas raídas, con su falda roja, tan íntegra en esa ciudad destrozada que apestaba a pólvora, humo y cadáveres en descomposición bajo las ruinas. 

Hoy su objetivo era pan, tenía dos hermanitos a los que no podía explicarles la política de la Unión Europea ni de los neonazis croatas. (ellos, como ella, sólo sentían la mordedura del hambre. No había lugar para la política). Cerca de la plaza divisó su objetivo, unos soldados al parecer ganduleando. De todos modos, mataban el tiempo con una bala en la recámara, el fusil sin seguro, y un ojo avizor... ellos sabían que no había ningún alto el fuego oficial. En cuanto Lijliana apareció en la plaza sonrieron complacidos, era la única nota de color y belleza en la ciudad demolida, el único toque de ternura en sus breves y brutales vidas, que diría Hobbes. Ella sonrió también, no les guardaba rencor por tener que entregarles su cuerpo a cambio de pan... por lo demás, eran unos críos, y muchos se la jugaban dándole raciones del ejército que ella no les pedía, exponiéndose a un consejo de guerra, o a un limpio tiro en la nuca si el oficial al mando tenía un mal día o simplemente era un hijoputa. Entablaron una conversación acerca de lo insólito del día... a pesar del hedor, el aire estaba limpio, y el cielo diáfano del amanecer prometía buen tiempo. Eso era malo, dijo un hosco sargento, facilitaba el trabajo de los sanaiperisti. Lijliana rió, con su voz cristalina... parece que se han quedado dormidos, dijo. Esos perros nunca duermen dijo ásperamente el sargento, haciéndose el duro  pero derretido como un niño ante la cálida belleza de la joven. Cuatro soldados querían sus servicios, no sin pudor y asco por aprovecharse de su situación. Añadieron al pan que pidió Lijliana unos botes de sardinas y un tarro de leche en polvo de la NATO, mientras el suboficial parecía súbitamente interesado en un lejano edificio humeante. Lo harían en un coche despanzurrado, que albergaba en su interior un colchón, saqueado de alguna casa destruída. Ella dejó vagar su mente, pensaba en sus hermanitos que hoy al menos tendrían una comida decente, al menos para los cánones de Sarajevo. Los chicos fueron considerados con ella, no la trataron bruscamente ni se demoraron más de lo necesario. Ella, al terminar, se sentó en el maletero abierto, dejando que el sol incipiente le calentara las largas piernas.

Del otro lado de la avenida, un snaiperisti se aburría. Escuchaba a U2 con una oreja, mientras tenía la otra atenta a la radio. Hoy la ofensiva se había retrasado debido a no se sabía que historias con la provisión de munición para morteros. De repente la radio crepitó, y el bosnio apagó de mala gana el walkman. Reportó su posición, y se dispuso a hacer su tarea. Maldita la gana que le hacía, con ese día espléndido...pero por otra parte, con tan buen tiempo habría largas colas para el pan y el agua, magníficos blancos para los morteros y él mismo. Comenzó a recorrer la acera opuesta con la mira telescópica, y se quedó de piedra... unas bellísimas piernas apenas cubiertas por una falda roja asomaban, balanceándose, de la parte trasera de un coche destruído. ¿estaba loca esa tía? Lentamente centró la mira en un muslo, sabiendo que la bala explosiva arrancaría la pierna, y que cualquiera que anduviera cerca sin duda acudiría a ayudarla. Quitó con parsimonia el seguro e hizo fuego. Tal como había previsto, la pierna estalló en mil pedazos.
Lijliana aulló de dolor, cayendo fuera del coche, sin poder pensar, sin sentir nada más que el dolor lacerante. Los soldados la miraron incrédulos, y se precipitaron hacia ella, a pesar de la orden que ladró el sargento...en cuanto la rodearon, cuatro tiros en rápida sucesión los abatieron, mientras Lijliana  rompía el frío aire con sus alaridos. Finalmente, un último disparo en la cabeza puso fin a su agonía.
Del otro lado el snaiperisti, apoyó el fusil, sacó su libretita, apuntó la hora y un número: cinco. No estaba mal. No estaba mal para comenzar el día en Sarajevo.

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Crédito de la imagen: Ron Haviv