Niño, estrellas y un club de pesca

Mi telescopio. Se llama "Doppler"
No es ningún misterio para quienes me conocen mi desmedida afición a la astronomía (en plan estrictamente amateur). Si echo la vista atrás creo que lo primero que me llamó la atención no fue el cielo en sí, sino una sección del "Atlas de nuestro tiempo", editado por el Reader's Digest que se llamaba "El espacio: el cielo ilimitado". Esa parte comenzaba con una ilustración a doble página, donde se veía la Vía Láctea y varias galaxias. Allí me enteré de cosas asombrosas: que las estrellas eran como el Sol, y viceversa. Aún recuerdo mi asombro al aprender que esas diminutas luces y la gran bola incandescente eran lo mismo... y nació mi interés por lo que había allá arriba, en las páginas de un libro. Un signo de algo mayor, que diría Adso.

Parece incongruente en estos recuerdos la presencia de un club de pescadores, pero tiene su papel. Cierta vez me encontré en él un catalejo (sí, de los que se despliegan, como los de los piratas) y pertrechado con ese rudimentario instrumento alcé por primera vez la vista al cielo. Vivía lejos del centro, y las palabras polución lumínica no tenían aún mayor significado para mí. Y oh, maravilla de maravillas... esa manchita difusa que mi abuela llamaba "el carrito" era en realidad un grupo de estrellas; pasarían años antes de que supiera que se llamaban Pléyades. Y esa otra mancha luminosa que estaba debajo de las Tres Marías (el cinturón de Orión) también contenía estrellas. Y descubrí que muchas estrellas iban por parejas, aunque pareciera una sola a simple vista. Decididamente, todo era muy raro.

Y luego se produjeron dos sucesos simultáneos (yo tenía ya 15 años): una tía abuela adinerada me dio a escoger un regalo, y ni corto ni perezoso escogí un telescopio refractor. Y en ese mismo año llegó Él. Desde la pantalla de la TV cogió mis neuronas, las sacudió como una coctelera y nunca volví a ser el mismo ni a pensar igual. Llegó a mi vida Carl Sagan y "Cosmos", quizá el mejor producto que haya hecho la caja boba. Allí comenzó una historia de amor, con el pensamiento científico, con el escepticismo, con el asombro y la reverencia que produce el espacio, con la astronomía y la astronáutica (de ahí mi otro blog, "El gato cuántico")... dejando de lado el impacto que tuvo en mi sistema de creencias y mi forma de ver el mundo, me enamoró para siempre del "cielo ilimitado".

Hoy, a tantos años vista, no sólo no lo he dejado, sino que estoy más metido que nunca en el tema gracias a la Internet. Cosas inimaginables en mis 15 años como acceder a la NASA o a los grandes telescopios hoy son comunes. Y cómo no, tengo un telescopio, mucho mayor que aquel catalejo venerable con el que descubrí el cielo. Fotos de galaxias y nebulosas adornan las paredes del cuarto desde el que escribo estas líneas, y justo frente a mí hay un pequeño meteorito y una foto autografiada de los tres héroes del Apollo 11. Cuando las cosas que ocurren a mi alrededor me asquean demasiado, desconecto y me voy con mis silentes amigas de allá arriba. Porque, parafraseando a Umberto Eco, "se trata de estrellas, no de miserias cotidianas", y su radiante perfección basta para distraer la mente y purificar el alma.