Curioso el destino que siguen las
palabras a lo largo de la geografía y los siglos. Hoy todo el mundo conoce a
los pueblos escandinavos que se expandieron desde Islandia, la Última Thule,
hasta Bagdad y desde Kiev hasta Terranova, en América con el nombre de Vikings,
Wikings o la horrenda Vikingos (hay una feroz pulla de Borges sobre esta
adición de una O por incapacidad fonética… comenta que en cualquier momento
oiremos hablar de la obra de “Kiplingo”). Pero ellos no se llamaban a sí mismos
así.
Ante todo, recordemos que los
escandinavos no eran una unidad política (una vez más, Borges nos habla del
“dilatado imperio que los vikings no quisieron fundar”), sino un conglomerado
de tribus y clanes que forjaban alianzas estratégicas para fines concretos,
muchas veces efímeras o que terminaban de mala manera. Y además, vivían en un
entorno muy bonito pero duro, durísimo, con unas leyes de herencia de la tierra
disparatadas y una presión demográfica incesante. Así que tras pasar el
invierno de fiesta, cuidando el ganado y fabricando la nueva generación de
guerreros, al llegar la primavera les empezaba a picar la mano de empuñar el
hacha y se preparaban para colonizar o saquear. Y aquí está el quid de estas
líneas.
En islandés antiguo wykingr o
víkingr quería decir simplemente “pirata”, con connotaciones de “saqueo” o
“pillaje”. O sea que estos pueblos, cada cual con su nombre, cuando iban a
hacerle una visita a sus vecinos anglos o francos, lo que hacían era una
actividad… víkingr. Así pues, los asaltos y saqueos del principio de su
historia, antes de convertirse en exploradores, colonos y comerciantes era lo
que recibía tal nombre, no los pueblos en sí. Y si faltaba algo por embarullar
la cosa, muchos los llamaban Normandos (de Normannorum), lo cual induce
erróneamente a pensar que eran pueblos exclusivamente oriundos de lo que hoy llamamos Normandía.
En fin, una mera curiosidad
lingüística. Y como decían inútilmente los monjes cristianos de aquellos
años “A furore normannorum libera nos, Domine”.