Quienes me conocen saben que dos
de mis aficiones (bastante disímiles) son la historia del budismo y –Borges
dixit- las literaturas germánicas medievales. Cosas bastante
diferentes, obviamente, pero como la realidad supera siempre a la ficción,
una antigua leyenda de la llanura del Ganges dio el salto a las brumosas
tierras de Escandinavia e Islandia y terminó con el Buddha santificado. No, no
es broma. Como diría Jack el Destripador, vayamos por partes.
La historia del budismo es
bastante conocida, y sólo basta recordar un par de cosas: está una primera
etapa, que dura unos siglos, en la cual se mantiene bastante fiel a la
enseñanza original de Sâkyamuni: huye del sobrenaturalismo, es bastante
pragmática, y el fin último que buscan, el Nibbana, no tiene nada de milagroso
ni de fenómeno post-mortem. Es lo que hoy se conoce como budismo Theravada (o
un poco despectivamente como Hinayana). Pero con el paso del tiempo, obviamente
la doctrina se sincretiza, y aquí nace el budismo más conocido hoy: místico,
mágico, con un Buddha sobrenatural que hace milagros, etc. Pues bien, una de
las leyendas del Mahayana es la que nos ocupa hoy, es bastante conocida:
El Príncipe Siddhartha, que vivía
en un reino de las Marcas fronterizas del Norte de la India, el reino de los
Sâkyas (de ahí su apelativo Sâkyamuni, el Sabio de los Sâkyas), es encerrado
por su padre, el rey Suddhodana, en un palacio donde todos son jóvenes y
bellos, porque quiere privar a su hijo de la visión de la vejez, la enfermedad,
el dolor y la muerte. Naturalmente, cuando nos prohíben algo queremos hacerlo
con más ganas aún, por lo que Siddharta sale del palacio y ve a un anciano, un
enfermo, un cadáver y un monje mendicante lleno de felicidad, y decide que ése
será su camino: enseñar al mundo cómo librarse del dolor y el sufrimiento.
Bien, la escueta leyenda –a veces
muy adornada- es ésa. Pasan los siglos, y el relato, en boca de los
comerciantes de las caravanas, se va extendiendo. Eventualmente llega a tierras
escandinavas, donde a principios del siglo VII un anónimo monje cristiano
compone la historia “Baarlam y Josafat”, luego a instancias de Hákon Hákonarson
se escribió en el siglo XIII una saga: la Baarlaams Saga. ¿Adivináis de qué se
tratan ambos relatos? De la historia de Josafat, hijo del Rey de la India (sic),
encerrado en un palacio, que descubre la enfermedad, la vejez y la muerte… etc,
etc, etc., sólo que en este panfleto, alcanza la Salvación por su
conversión al cristianismo mediante la oportuna intervención del ermitaño
Baarlam.
Es ésta una historia interesante
para mí porque ejemplifica a la perfección el dilema con que nos enfrentamos
los amantes de las cosmogonías nórdicas: casi todas ellas, al ser transcritas y
copiadas por monjes cristianos, se hallan en mayor o menor medida contaminadas
de cristianismo, aunque suele pasar que las interpolaciones son bastante
evidentes: el rústico, agreste sabor del relato original es radicalmente
distinto de la propaganda santurrona, con lo cual el lector avezado (o que
consulte una buena versión que aclare las partes añadidas e inventadas) puede
disfrutar de algo bastante parecido al original.
Y para guinda del pastel, y que
no digáis que soy tacaño, lo más delirante de toda esta rocambolesca historia:
En el siglo XVI el cardenal César Baronio incluyó al tal Josafat de la Saga en
el Martirologio Romano, y así el Buddha se vio elevado a los altares de la
Iglesia Romana sin comerlo ni beberlo. La primera parte de esta breve historia
no es más que el decurso de los siglos y la influencia del tiempo en las
narraciones; la segunda parece más propia de una ópera bufa.
Fuentes: Jorge Luis Borges,
“Formas de una leyenda”, en “Otras Inquisiciones”.
Jorge Luis Borges, “Literaturas germánicas medievales”
Tenzin Gyatso, XIV Dalai Lama, “El mundo del budismo tibetano”
Majjima Nikâya, Anónimo