Al Peregrino Gris le encanta cocinar. Montar un barullo en la cocina, trajinando entre sartenes, cazos, ollas. Desparramar la colección de utensilios (gracias, Ikea), sacar los cuchillos, verte envuelto en fragantes nubes de vapores, espolvorear especias que inundan el sitio de olores evocadores como la lluvia distante en un campo. La Alquimia perseguía la Gran Obra, que no consistía en la mera y burda obtención de oro material (Au en la tabla periódica), sino en elevar el alma, pulirla, perfeccionarla para acercarla a dios.
Soy ateo, escéptico y, como diría mi abuela, descreído, pero también siento que la cocina tiene algo de alquimia. La Gran Operación era la Transmutación, y eso es precisamente lo que haces cuando cocinas: transmutas unos manojos de hierba, un poco de vino, zumo de limón, mantequilla y un pescado difunto en una gloriosa trucha a la Maître d'hotel para hacer perder el sentido. El más grosero trozo de carne, con unas setas y poco más, pasando por las manos de demiurgo del cocinero, puede transformarse en algo sublime. Y también el proceso te eleva: despierta tu imaginación (¿y si le añado esto que tal quedará? ¿y si cambio tal cosa sabrá diferente?), te hace creativo, te obliga a concentrarte, so pena de echar todo a perder. Y cuando estás allí, como el mago entre sus redomas, no hay sitio en la mente para pensar en las zafias banalidades de la vida moderna, en las preocupaciones, en los problemas. Estás tú y tu Obra. Nada más. Realmente, vale la pena.