Siempre me fascinó la idea de la locura. El primer libro que leí al respecto fue uno de un psiquiatra francés, Jean Thuillier. El libro de marras se titulaba El nuevo rostro de la locura, y era un viaje fascinante por las profundidades de la mente humana, a la vez que narraba los cambios en la psiquiatría a partir de los años '60. Antes de esa época, el arsenal de la psiquiatría era poca cosa: ya se habían dejado atrás los bárbaros tormentos medievales, que se basaban en la estúpida suposición de que el enfermo mental estaba poseído por demonios, pero de todas maneras las terapias eran no sólo fútiles, sino también violentas y terribles. Las duchas de agua fría, el chaleco de fuerza, el uso de sustancias como el opio... todo ello era empleado no creo que por salvajismo, sino por mera desesperación y perplejidad.
Los '60 marcan el punto de inflexión con la aparición de los neurolépticos y psicotrópicos, sustancias que actúan sobre el cerebro y cambian la forma de actuar de éste. Esto fue una revolución médica y filosófica: ya no puede sostenerse con pretensiones de seriedad que nuestro pensamiento es un alma u otra entidad etérea: es mera consecuencia del funcionamiento cerebral; y si se influye en la materia del cerebro, el pensamiento, su curso y su contenido, puede cambiar. Thuillier fue testigo de excepción de esta época: vio el restablecimiento de un paciente que llevaba décadas en un estado semicatatónico mediante uno de los primeros neurolépticos, el Largactil®; participó en el estudio de las alucinaciones inducidas mediante el LSD y cómo éstas (y las de la esquizofrenia) desaparecían bajo la acción benéfica del Haloperidol®, la transformación del desagradable electroshock en electronarcosis, donde el paciente sedado no se entera de nada, vio cambiar el mundo de los afectados por el trastorno bipolar con el uso del litio... en fin, fue una carrera trepidante en la que participaban psiquiatras, psicólogos, neurólogos... todos en pos de comprender la enfermedad mental para tratarla mejor.
Y luego está la otra cara, la cara innoble. Gente que obviamente no padece enfermedad alguna, clama contra la cura de las enfermedades mentales y, entre otras barbaridades, ha creado lo que se ha dado en llamar antipsiquiatría. Según estos delirantes, que han causado un inmenso daño, la locura es una especie de "manera diferente de entender la realidad", y el enfermo mental es una especie de artista libre y feliz en su locura. Yo mismo, en determinada época de mi vida (muy jovencillo) creí en parte esta sandez, le veía un hálito "romántico" a la locura. Pero tras conocerla de primera mano, tras años de trabajar con ella y con quienes la padecen, aquellas ideas sólo me dan asco. No, el enfermo mental no es libre... al contrario, la enfermedad limita gravemente su libertad, le impide ser quien realmente es. Y el daño, el terrible daño que han hecho los pijos de la antipsiquiatría es inconmensurable. En España han sido erradicadas las instituciones mentales, y el enfermo tiene que estar en su casa, con todos los tremendos inconvenientes que acarrea: desde sus problemas de comportamiento (quien no haya visto una crisis psicótica no tiene ni la más remota idea de lo libre y creativa que puede llegar a ser) hasta el hacer que tome de manera adecuada su medicación. Es uno de los graves riesgos que asumimos cuando permitimos que la anticiencia reemplace a la ciencia en cualquier campo.
Así pues, mi interés por la enfermedad mental no ha disminuído al conocerla de cerca y convivido con ella. Al contrario, he hecho cursos de especialización, y leo todo lo que cae en mis manos, ya que el avance de la neurociencia es espectacular y abre nuevos caminos a la psiquiatría casi cada día. Sé que el día en que pueda hablarse de curación está aún lejano, pero mientras tanto, como comenté en la entrada sobre el Alzheimer, nos queda una gran arma: la compasión. Estar con ellos en los momentos malos, y disfrutar con ellos en los buenos. Al fin y al cabo, la diferencia entre ellos y yo es sólo de grado... como le dijo un paciente de una institución mental a Thuillier, "si nosotros fuéramos más, vosotros estaríais aquí".