Ruinas

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Desde siempre me fascinaron las ruinas. Estas hijas de la entropía me llamaron la atención en mi niñez no tanto en las fotos de los libros de historia como en algo más vulgar y pedestre. En aquel barrio del arrabal de Buenos Aires había algunas casas que la chiquillería llamaba casas abandonadas. Por quien sabe qué azares, eran casas que habían quedado deshabitadas y sucumbían lentamente a la decadencia y la disolución. Sus jardines llenos de zarzas, sus arbustos descuidados, la maleza que todo lo invadía ponía un marco inquietante a la casa en sí. Una de las aventuras que más nos tentaban era la de entrar en una, por más que nuestros mayores nos alertaran sobre catastróficos derrumbes y presencias indeseadas de borrachos y vagabundos -linyeras, en el argot de aquella época- lo cual, como es obvio, espoleaba aún más nuestro interés. Recuerdo que una vez entré en una, y si bien no tengo imágenes claras, sí puedo evocar la atmósfera de miedo, de podredumbre y desintegración, un pavor inexplicable, puesto que nada había salvo paredes desnudas: ni derrumbes ni linyeras.

Años más tarde descubrí a Lovecraft, y encontré un pasaje memorable, que parecía encajar a la perfección con mis sentimientos infantiles: Pero el verdadero epicúreo de lo terrible, aquel para quien un nuevo estremecimiento de inconmensurable horror representa el objetivo principal y la justificación de toda una existencia, aprecia por encima de todo las antiguas y solitarias granjas que se levantan entre los bosques de Nueva Inglaterra, pues es en esta región donde mejor se combinan los sombríos elementos de fuerza, soledad, fantasía e ignorancia, hasta constituir la máxima expresión de lo tenebroso. Lejos queda Nueva Inglaterra de Buenos Aires, pero el maestro de Providence da en la clave del miedo inexplicable que producían estas modestas ruinas.

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Templo de Apolo, Delfos
Luego vino el descubrimiento de las grandes ruinas, claro, las clásicas: Egipto, Grecia, Roma (curiosamente, nunca he sentido el menor interés por las ruinas de Sudamérica o Centroamérica), incluso ruinas poco conocidas de Asia Central, desperdigadas a lo largo de la Ruta de la Seda. Todas ellas me transmiten una poderosa sensación de conexión con el pasado... estando de pie en la Acrópolis de Atenas literalmente se me erizaron los pelos al contemplar ese paisaje tan caro a la cultura de la Europa de Occidente. Y no puedo aquí dejar de evocar la figura contraria a quienes amamos las ruinas: una persona cuyo nombre obviaré volvió de Atenas decepcionado porque -literalmente- era todo viejo y estaba todo roto. Lo último que sería en este perro mundo (además de policía) es juez, de modo que no puedo ni quiero juzgar a esa persona. En aquel momento me dio rabia que no apreciara algo tan maravilloso, hoy, tantas décadas después, me da pena: es un sentimiento de asombro y maravilla que se ha perdido.

En fin, creo que las ruinas nos hablan elocuentemente... imperios, reinados, casas de personas, personas... todo es tragado por el tiempo y el olvido. Todos los fastuosos palacios, los solemnes templos, las imbatibles murallas... al final, todos terminan igual (por no hablar de nosotros mismos). Creo que de ahí nuestras reacciones ante ellas, el miedo, el asombro reverente... cosas que no sucederían si fueran sólo piedras. Esas piedras nos hablan, y nos hablan muy hondo. Cuando te encuentres con alguna de ellas, escúchala. Párate un momento, observa en silencio, deja en paz la cámara de fotos. Ellas ya estaban ahí cuando tú no existías, y seguirán ahí cuando ya no estés. Seguro que tienen una historia que contarte, y no será la misma para tí que para mí.