Ahí voy yo |
De los lectores de este blog, hay cinco que me conocen en persona y un montón que me conocen de Facebook: esas personas saben algo de mi día a día. Pero los demás puede que crean que no tengo nada más que hacer que sentarme frente al ordenador a jugar Modern Warfare (si no sabes lo que es esto, te has perdido lo mejor de la vida) o escribir estas boludeces. Pues no, llevo una vida de lo más atareada, y para que me conozcan un poco más les voy a contar cómo es un día cualquiera en mi vida.
Por ejemplo ayer. Me levanté como siempre, a las 3:30 de la mañana, no porque siga la regla de la orden benedictina y fuera el fin de Maitines, sino porque el día se me queda corto. Para empezar el día lo mejor es un desayuno nutritivo, de modo que opto por el desayuno tipo anglosajón, que mezcla el café, el zumo de naranja, el bacon, las alubias, el huevo frito y demás. El problema es que, curiosamente, odio desayunar, de modo que tras vomitar todo eso me tomo un Primperán® y un té con limón. Y ayer ni eso: un timbrazo me hizo saltar de la silla, y al abrir me encontré cara a cara con un equipo de la NASA. Resulta que se les había puesto malo un astronauta, y como soy uno de los más activos participantes de su web (han acuñado incluso para mí una cariñosa expresión en spanglish: "the fucking argentine incordio") pensaron que podría reemplazarlo, ya que su misión se trataba meramente de ser sujeto pasivo de un experimento.
Así que montamos en el helicóptero que habían dejado en la calle, transbordamos a un avión secreto que tiene la NASA construído con tecnología extraterrestre y con este trasto llegamos a Baikonur en media hora. Tras un rápido chequeo médico (a ver... una cabeza, dos brazos, dos piernas... está usted bien para volar, tovarich), me embutieron en el engorroso traje especial y me subieron a bordo, junto a mis camaradas Dimitri y John. La cuenta atrás en ruso resulta de lo más curiosa, pero me temo que volver a oírla en inglés, desde cabo Cañaveral, es cosa problemática. En fin, el caso es que nos lanzaron y llegamos sin novedad. La verdad, la Estación Espacial Internacional me resultó sorprendentemente grande, pero no tuve tiempo de admirarla: me ataron a una camilla, me llenaron de cables, y comenzaban a inyectarme dios sabe qué, cuando empezaron a destellar luces rojas por todos lados: ¡el maldito trasto se estaba despresurizando! Logré soltarme como pude (los malditos bastaros me habían dejado ahí), y me abrí paso como pude, entre gente que flotaba tratando de encontrar la fuga, y de paso haciendo callar de un trompazo a Dimitri, que no hacía sino gritar ¡Боже мой, мы все умрем!, poniéndonos nerviosos a todos. Cogí un papel, lo hice confeti, y lo fui siguiendo hasta el punto donde era absorbido: una minúscula grieta expelía el aire hacia afuera. Como llevaba mascando chicle sin parar (se me taponan los oídos con la altura), simplemente la sellé con la pegajosa porquería esa, y asunto arreglado.
No referiré por modestia el festejo que montaron, pero les recordé que tenía que volver a la Tierra ya que tenía que darle de comer al gato (si no come cada dos horas, puede maullar hasta morir) y encima ponían en Discovery Channel mi programa favorito: "Los rebuscadores", una apasionante saga sobre una familia que se dedica a rebuscar en los desguaces de coches a la busca de carburadores viejos, para abrillantarlos y exhibirlos en el museo del carburador, en Apaloosa, Alabama. Así que aprovechando que tenían que mandar de vuelta a la Tierra una cápsula con experimentos terminados, me empaquetaron dentro y me mandaron para abajo.
De vuelta en casa, todavía me quedaba hacer la compra para la cena, dar de comer al gato (estaba histérico), preparar algo ligero para cenar como patatas fritas con huevo y chorizo, y al fin pude repatingarme en el sofá a ver a Los Rebuscadores. Pero estaba de mal humor: no había podido jugar al Modern Warfare.