El alzamiento del Ghetto de Varsovia (1943) |
Tal día como hoy, el 2 de octubre de 1944, se daba por aplastado el levantamiento de Varsovia. Un puñado de polacos hicieron frente a la maquinaria de guerra alemana durante 63 días. Se calcula que al menos 250.000 civiles murieron, la mayoría ejecutados, y el 85% de la ciudad fue destruída. Es de destacar la cínica actitud de los aliados, que se negaron en redondo a socorrer a los polacos; por no hablar de los soviéticos, que llegaron a arrestar y ejecutar a los emisarios que los polacos enviaron para solicitar su ayuda. Tras la caída, la ciudad entera fue vaciada, y sus habitantes enviados a campos de concentración como el Durchgangslager 121, y los de Ravensbruck, Auschwitz y Mauthausen, entre otros.
Quiero honrar su memoria con un relato que escribí hace mucho, en memoria de otros polacos: los judíos que un año antes protagonizaron el levantamiento del Ghetto de Varsovia, una lucha desigual e imposible, pero que forjó en las conciencia de millones de judíos una idea clara: que nunca más serían víctimas inermes camino del matadero.
In memoriam de Mordecai Anielewicz y sus hombres, que resistieron hasta la muerte a las tropas SS de Jürgen Stroop.
La tierra temblaba con cada explosión. Tras la sorpresa inicial al ser rechazados por la organización de resistencia del ghetto, los SS habían traído tanques, que ahora laminaban centímetro a centímetro el viejo barrio judío de Varsovia. Una espesa nube de humo cubría el sitio, y se desarrollaban feroces combates casa por casa, agujero por agujero. Los nazis no daban cuartel, y los defensores no lo esperaban tampoco. Las noticias de Cracovia estaban frescas en sus mentes, de modo que sabían que su destino era la muerte, peleando o incinerados como animales. Mordecai había hecho un trabajo impecable. Día tras día habían introducido armas y munición en el ghetto, disimuladas entre las patatas o la madera, con riesgo de sus vidas...en verdad eran muchos los que habían pagado el precio más alto por ese contrabando. Pero a ningún jefe SS se le había pasado siquiera por la imaginación que las “ratas judías” se atreverían a enfrentarlos a ellos, los seres superiores que regirían el Reich de los Mil años.
Al intentar entrar en el área, esperando la sumisión y el terror de siempre, se encontraron con una feroz resistencia, y Moshe estaba allí. Recordaba con toda claridad aquel primer enfrentamiento: los confiados soldados, los perros anhelando su ración de sangre, el arrogante oficial al mando. Los dejaron pasar un buen trecho antes de abrir fuego... Moshe apuntó con su viejo fusil al oficial, que avanzaba con aire soberbio y esperó la señal. Cuando el SS se llevó el megáfono a la boca para comenzar la limpieza, sonó un disparo. El nazi miró sorprendido, y en ese momento el partisano disparó, haciendo salir despedido al oficial como un pelele enloquecido. Una descarga cerrada sorprendió a los soldados en medio de la calle, y el olor de la pólvora inundó todo, mientras el humo se unía a los alaridos de dolor y la sangre corría por el viejo empedrado. Los SS se retiraron arrastrando a sus heridos, y Moshe sintió la feroz alegría de saber que fuera cual fuese su destino, no sería morir inerme, como un borrego en el altar del sacrificio. Luego, había perdido la noción del tiempo. Pasando de casa en casa, por las alcantarillas, había tendido emboscadas con su reducido grupo a los alemanes mientras la batalla crecía y crecía. Los SS, fieles a su estilo y a las órdenes recibidas, ejecutaban en el acto a los heridos y a los civiles que lograban capturar. Ésa había sido la parte más dura para Moshe, ver impotente por lo reducido de su grupo (habían perdido tres hombres sólo en el primer día) como los nazis arrastraban fuera de sus casas a mujeres, ancianos y niños despavoridos, para luego, ceremoniosamente, esparcir sus sesos por la calle de un único disparo de sus Luger. Tener que sortear los cuerpos que vertían su sangre inocente era mucho más duro que el temor a la muerte.
Ahora estaba esperando al final de una calle, por donde sabía que entrarían las tropas. Recontó su munición, escasa, demasiado escasa. Cuando volvió a alzar la vista se quedó helado...la ominosa silueta de un panzer de las Waffen SS acababa de doblar la esquina, seguido por la infantería. Supo que la cosa se acababa. Recordó los viejos felices tiempos, cuando podía pasear por Varsovia libremente, la fragancia de los árboles en los parques durante la primavera, una vieja librería regentada por un anciano judío que ya sólo sería cenizas esparcidas en algún lugar cerca de Auschwitz... y también recordó la llegada de los alemanes, la humillación de llevar la estrella amarilla, las feroces cacerías de las SS cuando fueron confinados en el ghetto, la estupefacción e incredulidad general cuando llegaron los primeros rumores del destino que les esperaba...pensó en sus padres aterrorizados, escondidos en un sótano, esperando oír las botas de sus verdugos. Una rabia infinita le llenó el corazón, apuntó a las negras siluetas y comenzó a disparar salvajemente, sin control. El tanque movió su torreta y efectuó tres disparos hacia su sitio en rápida sucesión...la tierra explotó bajo él, y se sintió arrojado al aire como un muñeco, hasta que el frío empedrado golpeó brutalmente su espalda. Intentó moverse sin éxito...casi no veía, cegado por la sangre y el polvo, y sus miembros no le obedecían. En su cabeza sonaba muy débilmente una antigua canción de cuna que su madre solía cantar hacía ya tanto tiempo... qué será de ella, alcanzó a pensar. No vió al joven SS que se paró a unos metros de él, murmuró “puta basura judía”, y apuntando con cuidado a la cabeza de Mosche efectuó un único disparo, como ordenaba el reglamento.
Las negras tropas siguieron avanzando, mientras la sangre de Mosche se ennegrecía, humeante, sobre la calle.