Dr. Alois Alzheimer |
No, el título no es una broma. Circulan bromas sobre olvidadizos que tienen Alzheimer, pero maldita la gracia que me hacen. Hace años que por motivos profesionales convivo con gente que la padece, y sinceramente la temo más que a la muerte... o igual, vamos, ya que al fin y al cabo ¿qué es la muerte sino la aniquilación total del yo, de la identidad? Y eso y no otra cosa es esta maldita enfermedad, ya que, en última instancia ¿qué somos sino recuerdos? La película Blade Runner lo expresa perfectamente... somos una continuidad de estados de conciencia, certificados por la memoria, dice Dolina... sin la memoria, no somos nada. El yo se diluye, y quedan fragmentos rotos de lo que alguna vez fue una unidad. Biológicamente seguimos siendo personas, claro, pero no la persona que éramos. Es la aniquilación, el fin. Nuestro cuerpo sigue con sus funciones básicas, pero es un barco sin capitán, rumbo ni propósito.
Todo aquel que lo haya vivido coincide en que la primera fase es la más angustiosa: el enfermo sabe que algo le está pasando. Es consciente de sus olvidos anormales, suele preguntarte si se está volviendo loco. Y por más profesional que seas, por más que hayas estudiado, el trance siempre es duro. Naturalmente, por razones legales no puedes decirle qué es lo que le pasa (emitir un diagnóstico le compete sólo al médico), de modo que cada uno opta por sus tácticas... echarle humor (¿y qué pasa si te olvidas de las cosas? ¡yo no me acuerdo qué comí hoy!), o restarle importancia (bueno, no pasa nada... nosotros estamos para ayudarte). Pero dicen que el diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo, y a los ancianos no se los embauca tan fácilmente. Por eso yo me formé como especialidad, y prefiero trabajar con aquellos que ya tienen la demencia totalmente desarrollada... es un trabajo que muchas compañeras rehúyen (pueden ser violentos, hay que hacerles todo, estar muy, muy pendiente porque en un segundo te montan un desastre), pero por mi salud mental lo prefiero, aunque tras pasar ocho horas en la sala cuando están agitados (existe un efecto contagio cuando uno empieza a gritar) puedes salir de allí peor que Dexter.
Pero a pesar de todo me encanta mi trabajo. Poder paliar, aunque sea en lo mínimo, los sufrimientos de esas almas atormentadas, que no saben dónde están ni quiénes son, que lloran porque quieren ver a sus madres, es algo que el dinero no paga. Y con las personas con demencias muy avanzadas hay también grandes ratos de risas, aunque parezca imposible. Una vez, a una señora octogenaria, con un Alzheimer en fase tres, le dije, al verla de buen humor... ¿qué, Pepa, te casas conmigo? y me echó una mirada plena de risa y picardía y con una sonrisa de medio lado me dijo ¿contigo? ¡no, estás muy gordo!... y una de mis favoritas (todos tenemos favoritas, qué se le va a hacer) asegura que va todos los días a la playa a nadar... una tarde entro al turno y le digo ¿qué, Juana, has ido a nadar hoy? y me mira con cara de "pobre idiota" y me dice ¿estás loco? ¿con este frío?... esos momentos realmente no tienen precio, porque, por un segundo, ellos mismos, su yo perdido, está ahí... claro que inmediatamente desaparece, pero a ti te queda el calorcillo de haberlos hecho sonreír aunque sólo sea por un segundo.
Últimamente hay noticias alentadoras sobre el avance de la lucha contra esta enfermedad tan compleja y devastadora. No sé si llegaré a ver una cura, una vacuna o una medicación eficaz, pero de momento sólo podemos emplear un arma: la compasión hacia estas desdichadas personas. Y eso que yo tengo suerte, estoy en un plano institucional, quienes tienen un enfermo en casa sí que lo tienen realmente difícil (y peor ahora que las políticas neonazis los están dejando sin ayudas). Cierto es que la lucha entre memoria y olvido está perdida de antemano, pero está en nuestra mano al menos hacerle frente. No podré curarlos, pero si cada día puedo lograr una sonrisa o una cara de satisfacción, para mí es suficiente.
Nota: Los nombres utilizados son ficticios