Carl Edward Sagan |
No, esta historia de amor no tiene corazoncitos, florecillas ni marcas de carmín delatadoras. Es mi historia personal de amor con la ciencia, y tiene un responsable concreto, que actuó como casamentero: Carl Edward Sagan.
Desde siempre me habían fascinado las estrellas. Ya les he contado que quedé definitivamente prendado de ellas al llegar a mis manos un pequeño catalejo, pero no sospechaba su verdadera naturaleza más allá de las cuatro nociones más que básicas que te enseñan en la escuela. Y entonces, allá por el año 1980 del siglo pasado llegó "Cosmos: un viaje personal" e hizo impacto directo en mi cabeza. ¡Madre mía! resultó que mi cuerpo estaba hecho de átomos forjados en una supernova hacía miles de millones de años, que cosas tan habituales y tan eternas como el Sol se morían como cualquier hijo de vecino, que quizá la historia de Occidente hubiera sido otra si no fuera por el oscurantismo de ciertos filósofos griegos, que nos hicieron perder siglos preciosos.
Y comencé a comprender algo más, que tardaría años en incorporar a mi cosmovisión: que la ciencia no es sólo un corpus de conocimiento, sino una manera de entender la realidad. El método científico puede aplicarse para analizar no sólo un abstruso problema físico, sino mil y una situaciones, incluso las más cotidianas. Es crítico y escéptico, pero también tremendamente imaginativo; le cierra las puertas a fenómenos perniciosos como la superstición o la pseudociencia.
Fundamental en este sentido fue el libro de (una vez más) Sagan "El mundo y sus demonios": su meridiana claridad a la hora de explicar el pensamiento escéptico y denunciar lo destructivo de las pseudociencias me marcó profundamente. Sin embargo, el que haya adoptado esta línea de pensamiento no le quita un ápice de lirismo y sentimiento al conocimiento del Cosmos que se me estaba revelando, al contrario: si hay algo parecido al sentimiento místico en el mundo de los hechos reales, es la sensación de sobrecogimiento, maravilla y reverencia que surge al contemplar las maravillosas fotografías del telescopio Hubble, oír el viento en la superficie de Titán transmitido por la sonda Huyguens o el saber que los átomos de hidrógeno que componen el agua del que está hecho tu cuerpo tienen unos 13.000 millones de años. Y ese asombro y maravilla no me los causa una nebulosa mitología de la edad del bronce, sino algo real y palpable.
El Peregrino Gris tiene sus ciencias favoritas (siempre desde un nivel de aficionado, no soy científico profesional): obviamente la astronomía, pero también la física, la cosmología y algunas ciencias de la vida como la medicina o la paleoantropología. Pero es tanto lo que hay que leer y aprender, y el tiempo pasa tan rápidamente, que no queda más remedio que ir acotando áreas de intereses, y no me alcanzará la vida para conocer todo lo que quisiera.
Hay que probar la Ciencia... demasiadas veces oigo que el pensamiento crítico-escéptico es frío e inhumano (habitualmente sin conocer siquiera de qué va), y hay gente bienintencionada (y de la otra) que la descalifica con argumentos tan peregrinos como que no puede explicar el amor (de hecho sí que puede... otra cosa es que los hallazgos de los neurocientíficos no les gusten en lo más mínimo a los enamorados en sus nubes rosas de unicornios, corazones, nubes rosas... y feniletilamina, adrenalina y noradrenalina) o que hubo científicos malvados (también hubo poetas malvados y cineastas malísimos; y no por ello dejamos de leer poesía y ver cine). Pero hay una diferencia: la ciencia funciona. Funciona de verdad, si no fuera por ella no estarías frente a un ordenador leyendo esto. De todos modos no es mi intención hacer proselitismo, allá cada cual con sus creencias. Pero yo seguiré fiel a esa enamorada exigente.