"El viajero", de Eduardo Úrculo |
No te espantes, lector/a, no voy a incidir una vez más en el tema tan manido de la diferencia entre "viajero" y "turista". Que por cierto, el tal tema tiene miga: generalmente he encontrado que quienes tratan esos asuntos se catalogan a sí mismos como viajeros, con un aire de arrogancia, condescendencia y superioridad que dan ganas de darles un rijostio en todos los morros. Me refiero simplemente al hecho de viajar.
Todos hemos experimentado el delicioso cosquilleo que precede a un viaje, sea dentro de tu propio país o al destino más extravagante. La absurda inquietud de si te olvidaste de poner algo en las maletas, chequear 400 veces los pasajes y/o el pasaporte, el mirar el reloj hasta gastarlo, como si el hecho de que mirarlo hiciera que vaya más rápido. Y si la cosa incluye aeropuerto, tienes servicio completo: ese inquietante momento en que ves desaparecer las maletas tras la cinta del mostrador de facturación con el inevitable pensamiento "¿las volveré a ver? ¿las perderán como casi siempre? ¡por favor, que al menos si se pierden luego las encuentren!". Y tras la sonriente empleada (o no tan sonriente), la espera amenizada por sandwiches de plástico. Y finalmente, la traca, el fin de fiesta tan temido: el control de seguridad. Sudando a chorros bajo la hosca mirada de un agente del orden (nunca supe porqué los llaman así) o un segurata venido a más, que te tratan como si tuvieran información privilegiada acerca de tí que te sindica como un peligroso miembro de la Yihad, te despojan de cinturón, zapatos y dignidad a la vez, y miente quien no admita que, aunque sea por un segundo, no se sintió culpable de algo en ese momento. El horror. Pero luego, al avión...
Aeropuerto Charles de Gaulle, París |
Me ahorraré el comentario acerca de los viajes en coche, con sus paradas en sitios infames para comer, la somnolencia de la carretera, las ansias por llegar de una puñetera vez que te hacen acelerar como un poseso cuando estás cerca de tu destino. Simplemente diré que nunca me he arrepentido de ninguno de mis viajes, aún de los más desastrosos (tuve uno especialmente horrendo que ya les contaré). El tema del viaje iniciático siempre me ha fascinado, y aunque seas un mero turista, sin ínfulas de Viajero Sabihondo, viajar te enriquece, aunque más no sea con un tema de conversación nuevo. Nunca el que regresa es el mismo que se fue, aunque sea en algún aspecto nimio. No todos podemos dedicarnos a observar la diversidad de los transeúntes en Kathmandú, remontar el Mekong en un junco o ir de safari fotográfico, pero sí podemos sacar el máximo partido a esas interrupciones de nuestra cotidianeidad. Así pues, viajeros y turistas, compañeros de senda del Peregrino Gris, nos vemos por los caminos del mundo.