Anoche, a las tres de la madrugada, me despertaron unos golpes en la puerta. Cogí la pistola (viejos hábitos de agente del NVKG, el servicio secreto de Karajistán) y me acerqué a la mirilla. Casi me caigo de espaldas al ver a una rubia despampanante ataviada con un minivestido (subrayo lo de mini) rojo y tacones de vértigo. Naturalmente, abrí a ver qué pasaba, y la susodicha se precipitó dentro. Me dijo que recurría a mí debido a mi fama en el submundo de los servicios secretos, ya que la perseguía el MOSSAD por ciertas actividades inconfesables. Le dije que no se preocupara, que podía quedarse y blablabla... y como suele ocurrir en estos casos entre espías me demostró su agradecimiento llevándome a la cama. Como soy un caballero, no daré detalles, sólo comentaré de pasada que rompimos el somier y una pata de la cama.
Estaba yo tan feliz en el séptimo sueño cunado mi sexto sentido me hizo despertarme. En la habitación, además de la rubia, había dos tíos tamaño armario ropero de tres puertas, vestidos con un chándal con la inscripción "Universidad de Tel Aviv" (el MOSSAD ya no es lo que era). Se presentaron como Levi y Samuel, y me revelaron que la rubia era también de los suyos y había servido de señuelo. Les recriminé enérgicamente que no la hubieran dejado que me señueleara unas cuantas horas más, pero hicieron caso omiso y me explicaron el pastel.
Resulta que en mi barrio hay un piso franco de los rusos, que tenían prisionero a Ahmed ibn Battuta al Jorasán, un científico nuclear de Tayikistán y su misión era liberarlo, pero que andaban cortos de efectivos por las restricciones presupuestarias, y habían pensado en alquilar mis servicios. Como yo ando más que corto de efectivo acepté.
Tras discutir el plan, llamamos un taxi y allá fuimos. Ellos llevaban subfusiles UZI, y yo, dada la absurda ley española restrictiva con las armas, un gas de pimienta y un cuchillo de cocina. Al llegar a la casa nos desplegamos: uno por detrás, otro de ellos a la izquierda y yo junto a la puerta. La rubiales tocó el timbre, un ruso asomó, la miró, le gritó algo en ruso (naturalmente) y le cerró la puerta en las narices. Hubo un segundo de desconcierto, pero mis reflejos son rápidos: aparté a nuestra beldad y le dí a la puerta con el hombro, con tanta fortuna que derribé la puerta y al ruso que estaba detrás, dedicado al vicio de Onán mientras miraba la rubia por la mirilla.
Cogimos al asombrado Ahmed y nos largamos, sólo para constatar que el taxi se había pirado, naturalmente, y ninguno de los israelíes tenía saldo en el móvil, yo no llevaba, y la chavala... cómo decirlo... no tenía dónde guardarlo, así que propuse un brillante plan: que nos fuéramos para el centro simulando ser unos borrachos que volvían de juerga. Así que allá nos fuimos, abrazados y cantando en cuatro idiomas:
Adiós, muchachos, compañeros de mi vida, barra querida de aquellos tiempos...
Y así me dieron las primeras luces del día. Juro que es la última vez que abro la puerta de noche.