Porque maestro no es lo mismo que Maestro

maestro-claseEn mi país natal, cuando alguien realizaba una hazaña, del tipo que fuere, o había alcanzado la excelencia, solía tener derecho a que te refirieras a él/ella con la apostilla "Maestro", generalmente entre signos de admiración (si eras porteño certificado, podías decirlo al vesre, es decir "¡Troesma!", pero ése es otro asunto. Algún día quizá les sacuda un peñazo sobre el habla rioplantense). Y no es para menos, ya que los maestros y profesores muchas veces dejan una huella indeleble en nuestra alma, para bien o para mal. Todos tenemos recuerdos de alguno/a que puebla nuestras pesadillas o nuestros momentos felices, que despertaron una vocación o nos abrieron una puerta hacia un mundo inimaginable. Les contaré de cuatro de ellos, muy diversos entre sí.

Cronológicamente, el primero que me marcó, y para mal, fue un hombre llamado Sergiani (en la escuela primaria llamábamos a los maestros por el apellido, y lo que es peor, hacíamos lo mismo entre nosotros). Nunca supe, o no recuerdo, su nombre. Este señor fue en parte quien despertó en mí un odio inveterado por la matemática. En aquella época, se calificaba con números, no con esas cosas tan modernas como "progresa adecuadamente", "no lo hace mal" o "su hijo algunas cosas no las sabe, otra las ignora y la mayoría ni siquiera las sospecha" (esta última y memorable frase es de Alejandro Dolina, uno de los Maestros de Argentina). Y este buen hombre decía que en matemática las cosas estaban bien, o estaban mal, sin matices, de modo que te calificaba con un diez o con un cero. Puedes imaginarte el stress y el mal rollo que generaba eso... necesité pasar casi de los 35-40 años para reconciliarme con ellas, y aún hoy no las domino.

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Mi Instituto (la secundaria, vamos)
Luego, para balancear, vino Carabajal. Enseñaba Historia, y me abrió una puerta fabulosa, que he amado el resto de mi vida. Me enseño a leer un texto entresacando las ideas principales, fue el primero que me mostró que los libros no son sagrados y pueden subrayarse y marcarse, y que esto es parte de nuestra historia de amor con él, que no todo lo que dice un autor debe ser cierto ni importante, que hay que separar la paja del trigo. Recuerdo innumerables recreos en los cuales, mientras los otros jugaban al odioso fútbol, me sentaba con él en un banco que había bajo un inmenso nogal mientras corregía exámenes y me explicaba dónde había errores y porqué. Sus palabras al despedirse de mí aún resuenan en mi cabeza, tantos años después: "seguí así, la síntesis de la síntesis".

Y aquí la Innombrable. No publicaré su nombre, porque no quiero ensuciar este blog con él. Sitúense, finales de los '70, en plena dictadura militar. Asesinatos y secuestros diarios, a miles. El tener catorce o quince años no te eximía de nada, por un chivatazo podías desaparecer (quienes quieran ahondar en el tema pueden bajarse la película "La noche de los lápices"). Y esta cerda se dedicaba exactamente a eso. Impartía (es un decir) una materia abominable cuyo nombre era "Formación moral y cívica" (ya se pueden imaginar su contenido, salido directamente de Goebbels) y su radar estaba siempre alerta a comentarios ideológicamente sospechosos. Recuerdo cuando le dispararon al papa Wojtyła: nos hizo hacer una reflexión personal por escrito sobre lo sucedido, para ver si alguno no lo condenaba de forma suficientemente enérgica. Realmente, un recuerdo nefasto.

Y finalmente (last but not least, que dicen los gringos), el más grande. En el instituto, turno de noche, el grande, el único, el inimitable Norberto. Otro profesor de Historia, pero diferente a todos los que había conocido. Irreverente, divertido, iconoclasta, me abrió la cabeza a otra manera de interpretar la historia. Nos habló de los procesos económicos que están detrás de todo movimiento histórico, nos mostró las vidas de quienes estaban abajo de la pirámide en todas las épocas: no los reyes, no los generales, no los emperadores: nos habló del miserable campesino siervo de la gleba, del pobre diablo que se pegaba tiros con otro lleno de barro y miedo a mayor gloria del Führer, Kaiser o Presidente de turno, del niño que moría en la mina, del obrero exhausto tras 14 horas de trabajo en Manchester o la industria del Norte de Estados Unidos. Y sus mejores clases no las dio en el instituto, sino en una pizzería. No es broma: muchas veces tenía clase en la tercera o cuarta hora lectiva, y él iba antes a cenar en una pizzería, entonces un grupo de incondicionales nos largábamos del instituto y nos dejábamos caer por ahí, a comer pizza y escucharle hablar sobre historia o filosofía. Un recuerdo entrañable.

La entrada se me está alargando demasiado, pero una breve mención a un Maestro que no me dio clase personalmente: Carl Sagan. Este grandísimo personaje a través de la TV despertó en mí un imperecedero amor a la ciencia y la astronomía. Pero de él y su serie Cosmos hablaremos otro día. Fue un grande, como todos los verdaderos Maestros, porque no hay bien más preciado que la transmisión del conocimiento.